I.
Casualmente conocí a esta muchcha una tarde de septiembre, un mes que caminé, dormí y ví llover y tomar sol, pero que perdí tristemente, como se pierden las horas de una tarde en un manicomio con las manos atadas o en una sala de espera de un hospital público con el cuerpo atado a una silla. Apenas si levanté la cabeza cuando ella me silbó; tenía puesta una máscara de poeta y no vaciló en llamar escandolosamente en medio del barullo de un día laboral a esa especie de piedra rodante que era mi humanidad cansada, anciana, sabatiana y horrenda arrastrándose con pena. Entonces la miré y accedí a un café y a su departamento de Belgrano y luego a la cama y un mes más tarde es que me despierto en medio de la noche, luego de una pesadilla lúgubre, en la que ella cabalga un caballo marrón con harapos de esclava y los pechos al aire, sosteniendo de los pelos mi cabeza cortada, levantada por su puño al aire como símbolo del triunfo de quien ha conocido la esclavitud, el sometimiento y la explotación y huye con la mueca de la desesperación, el apremio, y la felicidad sospechosa y el estigma de quien gana una guerra.
Entonces agarro mis ropas rápidamente, ella duerme y no me escucha salir, le dejo un café y una nota explicando mi sueño. El que escapa soy yo, nunca dejo que me ganen de mano: mi cabeza va a seguir a salvo siempre que esté en su lugar. Es el tesoro que algún monstruo mas allá de lo negro va a venir a relcamar algún siglo próximo ofreciendo una gran recompensa demoníaca que no quisiera perderme.
Septiembre había sido un infierno, si es que no lo fueron ya Agosto y mas atrás también, Julio y sus meses aliados que forman una escalera perniciosa hacia él. Pero Septiembre arrastra demasiadas esperanzas e inaceptables sorpresas para quien no las tolera y se ha hecho amigo del invierno. Me dije:"ve, perrito, el mundo te regala un hueso que se llama septiembre, córre tras él, cójelo y mueve la cola contento". Fueron treinta huesos en treinta días y fui viendo como uno a uno fueron devorándolos las praderas inaccesibles para un alma de perro en que se perdían, devoradas por altos pastizales y demás obstáculos. Hasta que se apareció Fridah, aquella novia, que tenía entre las sejas un tercer ojo y me llevó a la cama, donde pude entonces comportarme como un perro y satisfacerme como un perro y huír satisfecho como el mejor de ellos, toda vez que me instinto se consideró un animal saciado y por ende despiadado y orgulloso.
El problema es que ella va a venir a buscarme. Ella sabe bien, que yo se mejor, que le debo algo. Y que soy obstinado, silenciosamente, un obsesivo de las pérdidas, nada debe esfumarse, niego en mi alma el humo, su rostro voy a soñarlo, sus gemidos me seguirán haciendo gemir: todo lo que cruza mi alma, se transforma, en algún lugar del espacio, en un eco interminable que nunca muere. Se transforma en una dimensión. Y no hay nada, ninguna criatura silvestre, que no desee morir algún día, descansar serenamente de varios tormentos parecidos a éste. Y ese día, el día que ella sueñe mi sueño y despierte, vendrá tras de mí cabalgando desbocada, buscando en el fondo de mi pecho el mapa de esa galaxia recóndita y opaca donde las voces siguen resonando interminablemente, como un hilo que vaga perdido, extendiéndose más y más en el vacío, adonde arrastro a las almas accidentadas. Allí, en ese lugar, hago yo un trabajo de castor y de pájaro, un nicho resguardado de la soledad de la muerte, del asesinato malditamente embrujado que comete el olvido. Y que la única forma de matarlo, la única forma de cortar ese hilo es cortar mi cabeza y huir rápidamente, y recordar luego, cual un animal sano y sabio, como lo es ella, vagamente todo este delirio absurdo como el simple trastabillar de los pies con una piedra, naturalmente.
II.
Puedan creeme o no capaz, les confieso tengo una vecina tristemente atormentada de la cual me aprovecho. Hago y deshago con su vientre todos los delirios asesinos que con mis manos llevo a cabo de mis desesperos. Como si fuesen costuras, hago y deshago sus tejidos sin piedad, y ella sufre, pero goza, goza que no podría decirles cómo, ser destruída y reconstruída, descuartizada y luego vuelta a componer: ser, al fin de cuentas, rozada al menos por la peste de otro muerto de la naturaleza que jamás habrá soñado que existía, ella, que tan muerta y desconsoladamente austera y neutra, y sin siquiera viento que la ayude a tocar las cosas aunque sea ligeramente y de lejos, se somete sin miramientos a las pavorosas torturas mías. Así es desde hace un tiempo: me espera ella noche por medio para ser abruptamente aprehendida.
Pero una noche se rebeló. En medio de uno de mis rutinarios y sanguinarios banquetes de sangre y pechos en el que me revolvía tan placenteramente, gritó, súbitamente, que parara, que la dejara morir en paz, que ya no quería, luego, ser revivida, que quería morir así, abierta y descocida, absorver todo lo que podía llegar a oxidarla y contaminarla, entrando a su cuerpo desprotegido y terminando con su existencia lentamente. A lo cual accedí, con zizaña, creyendo que se arrepentiría y me suplicaría luego que continuara con mi procedimiento hasta el final. El sólo hecho de que me rogara que le salve la vida a punto de desvanecerse me llenaba de ira, lo que alimentaba mi placer. De modo que, no sin disfrute, me hice a un lado y me recosté a descansar, mientras observava como se desangraba lentamente, mientras emitía pequeños, casi inaudibles, gemidos de dolor y de muerte al tiempo que los aires la penetraban y lasceraban. Al cabo de un rato, éstos se volvieron cada vez más inaudibles y por fin, por unos segundos, pareció asfixiarse y dejar de respirar. Ante esto me exalté, me sambullí sobre ella y confirmé que agonizaba seriamente y en paz, y que jamás iría a suplicar por mi ayuda: había preferido el deshacerse y no oponer resistencia a la muerte antes que pronunicar mi nombre, aunque sea una vez, para salvarse. Lo cual me hizo reflexionar seriamente: ¿Quién era el esclavo de quién? ¿Acaso podía vivir yo sin someter a alguien a mis exéntricos caprichos?. No pude soportar la idea de que faltara a la autoridad carnal que ejercía sobre ella y decidí entonces no respetarla e interrumpir su muerte que me había pedido con tanta piedad. Le hice respiración boca a boca y la reinserté gota a gota toda su sangre vertida, interrumpiendo desagradable y abruptamente todo el festín. Al despertar, por supuesto, ella no recordaba nada, y me contó cándidamente que había soñado como nunca antes con espadas, dragones, abismos, y escenas del fin del mundo en las que ella se salvaba milagrosamente. Yo estaba lleno de frustración por la orgía interrumpida, pero profundamente aliviado de no haber perdido para mí lo único que poseo en la vida.
III.
Claudia vivía en pleno caballito, a unas pocas cuadras de Primera Junta, y Cluadia sonreía como los jardines en primavera: tenía en su boca, al sonreír, pleno sol de enero, sí, pero resguardaba a su alrededor, quizás en su piel de tez no tan clara o en alguno de sus lunares adyacentes, o, más aún, en la húmeda expresión de sus ojos que se relfejaba inevitablemente en todo su bello rostro, un dejo de noche, una leve espuma del invierno que se negaba a desaparecer y que, al igual que septiembre y la primavera, que si bien son el designio del verano, acarreaba consigo, todavía, desperezándose, largas tristezas y profundas meditaciones. De modo que en su sonrisa veía yo todo lo que empieza a nacer, lo que va camino al sol, cada vez que se abría su boca para besar, reír, hablar, comer, sentía adentro mío crepitar la inercia de lo que renace, arrancándome de mis paisajes de muerte. Me enamoré perdidamente de ella y por ella entendí lo que era enamorarse. Pero Claudia desapareció de mi vida, como un soplo; por razones que no vienen al caso, más precisamente, desaparecí yo de la suya, en la que nunca fui, por otra parte, nada trascendente, mas que en mis ardientes fantasías. Omitiendo que, tal vez, fui yo quien la hice desaparecer de mí. Algún día ella va a saber que la amo.
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