toda esta misera que emerge
como volcán de cuerpos cremados que se dejan
a su suerte de vómito convulsionado
a su suerte de inercia que canta
signos de desvíos al ritmo de los desamparos
a su despecho de mujer desencantada, ¡ay
cuanta desidia en estos versos depositados
en la derrota de cualquiera!

- ¡emerge toda esta miseria!
¡versos desde el nunca que me habita
desde el ahora que se mata
frente al posible que llora como los niños
ante el imposible que lo corrige!

¡ven niño al lago de tu reflejo
y grita todos tus imposibles!

¡ven niño verso de la miseria
y nada en este lodo!
un último anciano/preso
entre la vida y la muerte/

acostado en un minuto blanco de paredes/
vislumbrándose en el recuerdo que se le ha ido/
ingrávido y tembloroso/mirando
a las ratas con cariño/tironearlo en la tarde
de la vida a la muerte/péndulo de aquí
para allá/del deseo/asmático

en zona indefinida de abismos/a listo/
de cara al rostro de su desdibujez/tejiendo

los escombros/
de los sucuchos donde se esconderá de la nada/
busquemos vida algún lugar
a reparo del mundo sin brillo
que hoy
en el cosmos de la mente
se hizo estrella opaca
¿hacia donde más
podemos ir?
tal vez el oscuro diamante
está en mí
tal vez seamos fugitivos
de donde nadie escapa.

Gracias, una vez más, por salvarme la vida. La Renga.
Un pez es extraído del mar
y por su nimiedad animal
es exhibido en una pecera
como juguete baboso de los niños

el pez en la pecera mira, sólo mira
muy quieto hacia fuera de la pecera
a los niños correr
quisiera saltar morderlos ahogarse allí afuera
apenarlos arrancarles lágrimas
ahuyentarlos
asquearlos
y que corran con sus piernas a llorarle de horror a su padre.

y morirse respirando el aire y aleteando
desesperado

el pez quiere ser una estrella fugaz allí afuera
deshaciendose ante la mirada de los niños
su nimiedad animal

su deseo de exhibirse muerto a la vida
su revancha alevosa y más nimia
que sí mismo.

un pez de pecera, muy inteligente, eso soy
muerdo el anzuelo para salir de la pecera
para ser pescado
para que me coman crudo los Japoneses
y morirme en su estómago en el próximo terremoto
y enterrarme seco en las grietas de la tierra.
Porque tengo la altura de no querer crecer
- Diego Seoane.

Dormir. Dormir. Dormir. Cansancio de mi cuerpo desplomado sobre la vigilia. Últimamente es lo único que aprecio de la vida. Dormir. Últimamente sólo ocupo mi pensamiento cansado en una cascada de sueños que me ennegrecen los párpados me tumban la vigilia sobre la cama. Dormir. Y que se apague todo. Dormir. Como caer en el fondo bien negro del aljibe y asomar a nada el sueño por unas cuantas horas, las más claras que oscurezcan al día, que el Dios del Sueño posibilite. ¡Oh, Dios piadoso! ¡Celoso custodio de los cobardes que te hablan!. Dormirse, como apagarse todo, como filtrear con la muerte, de espaldas al día, traicionando la noche; dejándose penetrar por pesadillas huecas, abismos blancos, cándidos perfumes apaciguadores, lentos placeres de cuna sin carne. ¡Apagado el cuerpo! ¡Apagada la mente! ¡Encendida la muerte! ¡Llena de luces, de cara al Dios del Sueño!. Dormir. Como dentro a la muerte, en el fondo negro, sobre abismos blancos, suspendido en manos de un Dios Piadoso, en un sueño descarnado, traicionando al cuerpo, de espaldas a las horas; dormir, todo muerto, bien lejos bien en el fondo de la vida, traicionando al día, muy adentro del aljibe. Dormir, como pesadillas sin palabras de ningún Dios, pero en manos del Dios del Sueño que filtrea con la muerte mientras susurra tormentos de cuna sin palabras, como pesadillas huecas, como gritos blancos de bocas negadas, de espaldas a mi cuerpo, dormitando en mi mente. Dormir, como bien muerto en el fondo del aljibe y con el rostro negado, mudo de palabras, de cara al sueño muerto de mi cuerpo suspendido; todo, todo eso, todo dormido, todo eso bien negro bien en el fondo, todo el sueño de mi muerte dormida; todo, todo eso, todo el ruido de un cuerpo muriendo en el sueño de mí mismo; todo, pero nunca la vida que se despierta filtrándose como la luz por la ventana, como un rayo que descarga su existencia fugaz sobre la muerte del que muriendo se hace rayo y se hace nube y se desintegra; todo menos ver las bestias negras del rostro del día, la vigilia/bestia que pretende mis palabras y me come lento como el día como la muerte. Los desprecio, al rayo del día, a la luz de la vida con sus palabras hambrientas; desprecio lo que no sea mi muerte recostada detrás de mis ojos bien negros, detrás de los párpados abatidos, amando todo lo demás que acunado por el Dios del Sueño es negro como la muerte; desprecio la vigilia el olvido que soy para el día que me come muy muerto en el día de los vivos bajo el sol que se me niega; olvidado del sol perdido, ¡que se me niega! -¡dormir un sueño negro! - que me truena muertes que susurra con palabras que me expulsan al sueño al fondo del aljibe como si fuese un vómito bañado por el mismo sol y descompuesto.
Los fantasmas suelen atormentarnos, es cierto: rondan nuestras cabezas a diario, nos oscurecen, perturban noches enteras cuando nos susurran lágrimas que hubiéramos negado de ser posible. Toman, a veces, la forma de las moscas, zumbando siniestras palabras que guardan solamente en su secreto, que vienen a develar, oscuros y altivos, oportunamente hasta en los momentos mas inoportunos: cuando el amor, sin ir más lejos, parece asomarse como el mismo sol, recostándose de pleno sobre un perfumado jardín donde la propia alma prepara su lecho, aparecen ellos nublándolo todo, anunciando la tormenta y el final como si fuesen los premonitorios jinetes de lo peor; otras veces, sólo por divertimento, su porpósito se revela con la forma de una viuda que irrumpe en un casamiento, anunciando el triste futuro de los agasajados, haciendo estallar las copas, llorar a los niños y dándose por ineludible, omnipresente y asesina: la verdad vestida de negro. Pero los fantasmas sufren tanto como nosotros los sufrimos a ellos -¡vaya triste y nimio consuelo!-, en su inefable temor por los hombres: temen, irremediablemente, ser ignorados. Presentarse ante nosotros de tal forma tan ingrata, es una muestra más de su miedo por lo ordinario: el olvido, la vulgaridad y la intrascendencia son sus propios tormentos. Curioso, de modo, no es que tomen muchas veces una forma concreta, como ser, el atiborrado cuerpo de un ser humano; curiosa es esa misma insistencia.