Diste el certero ultimátum, irreverente
bajo la lupa del aguacero, el pulso no te temblaba,
tenías fuego en las cejas y fruncida la mirada.

Una imputación personal que esconde la ternura,
no esconde nada, lloré, y entonces
no hubo forma de salvarme de las cartas que tallaste
sobre el rumbo de mi pulso y allá voy, envenenado
detrás de un trueno con la sed de que estalle el coágulo
antes de esta noche oírte hablar.