... Al fin se acercó a ella. Los ojos le brillaban. Apoyó las manos en los hombros y miró el rostro bañado en lágrimas. Lo miró con ojos secos, de piedra, ardientes, mientras sus labios temblaban convulsivamente... De pronto se arrodilló, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió, espantada, como si estuviera ante un loco. Y es que Raskolnikov en ese momento parecía un loco.
-¿Qué hace?-balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía los latidos de su porpio corazón.
Él se puso en pie.
-No me arrodillo solamente ante ti, sino ante todo el dolor humano -dijo en un tono extraño, y fue hacia la ventana. Pronto volvió a su lado y dijo:
-Hace poco le dije a un insolente que él valía menos que tu dedo meñique, y que te había invitado a sentarte junto a mi madre y mi hermana.
-¿Eso dijo? -exclamó Sonia, aterrada-. ¿Delante de ellas? ¡Sentarme yo a su lado! Pero si yo soy... una mujer deshonesta. ¿Cómo dijo eso?
-Cuando dije eso no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu sufrimiento. Sin duda -continuó con pasión -eres una gran pecadora, sobre todo por haberte sacrificado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el fango y saber (porque tu lo sabes bien: basta mirarte para darse cuenta) que no te sirve para nada, que no podrás salvar a nadie con tu sacrificio...! Y ahora dime -añadió -: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanto pecado, se mexclen en ti con sentimientos tan opuestos, tan altos y sagrados? Sería mejor arrojarse al agua de cabeza y terminar con todo de una vez.

F. D.

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