Los fantasmas suelen atormentarnos, es cierto: rondan nuestras cabezas a diario, nos oscurecen, perturban noches enteras cuando nos susurran lágrimas que hubiéramos negado de ser posible. Toman, a veces, la forma de las moscas, zumbando siniestras palabras que guardan solamente en su secreto, que vienen a develar, oscuros y altivos, oportunamente hasta en los momentos mas inoportunos: cuando el amor, sin ir más lejos, parece asomarse como el mismo sol, recostándose de pleno sobre un perfumado jardín donde la propia alma prepara su lecho, aparecen ellos nublándolo todo, anunciando la tormenta y el final como si fuesen los premonitorios jinetes de lo peor; otras veces, sólo por divertimento, su porpósito se revela con la forma de una viuda que irrumpe en un casamiento, anunciando el triste futuro de los agasajados, haciendo estallar las copas, llorar a los niños y dándose por ineludible, omnipresente y asesina: la verdad vestida de negro. Pero los fantasmas sufren tanto como nosotros los sufrimos a ellos -¡vaya triste y nimio consuelo!-, en su inefable temor por los hombres: temen, irremediablemente, ser ignorados. Presentarse ante nosotros de tal forma tan ingrata, es una muestra más de su miedo por lo ordinario: el olvido, la vulgaridad y la intrascendencia son sus propios tormentos. Curioso, de modo, no es que tomen muchas veces una forma concreta, como ser, el atiborrado cuerpo de un ser humano; curiosa es esa misma insistencia.
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1 comentario:
Y cuantas veces abre sido un fantasma para vos y cuantas vos para mi, un abraso grande amigo! y que andes bien de bien...
feru.
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